Era la adolescencia empecinada. Tus versos se hicieron senderos por los que comenzamos a amar la poesía. Nos llevaste de la mano por las calles de Buenos Aires a conocer las estatuas que nos contaron cuentos de la Patria, nos remontaste sobre el horizonte a volar sobre una ciudad con campanarios y cisnes, nos enseñaste a amar la tierra de uno con su verano de jazmines desde el desarraigo de nuestro corazón , a que revalorizamos la vejez haciéndonos ver triciclos azules, a que amáramos la vida desde el olor a espanto de la guerra que enloqueció tu joven corazón, a reírnos de los que tienen la sartén por el mango y el mango también y a despreciar a los críticos con idea fija y con intelectual preocupación, a que encontráramos a Buenos Aires en los libros de Plaza Laprida, a descubrir en el universo de la miniatura del Larousse, versos por casualidad y espejos de la verdad…y, María Elena, mientras andábamos cantando bajito tus poemas, la mano de tu ternura construía nuestra subjetividad, amasaba nuestra intimidad, alzaba los pilares de nuestro mundo interior. Tu voz se hizo familiar, como si llegara desde el patio de nuestra casa, insospechadamente y en pantuflas…Aprendimos a ser nosotras, contigo.
Más tarde cantamos a nuestros hijos que una nuez arrugada y chiquita puede tener mucha, mucha miel; que Manuelita volvió por su tortugo tan arrugada como había llegado a París, que el tiempo del amor no se enjaula, que la Reina Batata puede ser un jardín en un vaso, y que las cosas pueden verse al revés en otro reino. Ellos descubrieron desde el juego del lenguaje y el mundo de la imaginación, los valores que los sostendrían durante toda su vida. Y jamás, María Elena, apelaste a los golpes bajos ni al tabú para sorprender a un niño. Tu respeto por ellos y la alegría de tu poesía fue lo que te convirtió en la abuela que cantaba y enseñaba a leer sobre la alfombra del cuarto.
Y, María Elena, fue el mayor de los consuelos repetir contigo la lección de la cigarra, saber que a la hora del destierro y de la oscuridad alguien nos levantaría para seguir cantando. Cada vez que caímos nos levantaste con ella, con tu esperanza interminable.
Entraste en el cielo de los que nunca se olvidan el mismo día que Gabriela Mistral, la que cantó a los piececitos azulosos de frío mil nanas y rondas maravillosas. Las casualidades no existen. Ella también fue musa de la infancia, con amor genuino y genio total. Estás sentada junto a ella en el hogar donde se alojan los seres queridos. El fuego no se apagará jamás.
María Rosa Meléndez
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